Después de aquellas tardes, que
se convertían en el oxígeno de mi vida solitaria y frustrada, después de mis
paseos de topo por el continuum realidad-alucinación-sueño, como a través de un
triple reino inextricable, me ponía a leer en la cama y pasaba casi toda la
noche leyendo al azar uno u otro de los libros apilados en el suelo, contra el
baúl. Llegaron en el momento oportuno, misteriosamente, se dirían las piezas de
una imagen-rompecabezas, clara y sin embargo incomprensible, incompleta, una especie
de superlibro aparecido en la frontera entre los libros y mi espíritu. Mi
lectura era profunda como la noche, el silencio silbaba todavía más fuerte, a
veces un insecto daba vueltas zumbando bajo la lámpara y terminaba quemado por
la bombilla sobrecalentada. Yo parpadeaba cada vez con más frecuencia, muy
rápido con el párpado derecho, un poco pesadamente con el párpado izquierdo. Me
acordaba de las noches cuando debía cerrarme un párpado con los dedos para
lograr dormirme. De los días en los que no podía reírme sino con la mitad del
rostro, mientras que la otra mitad permanecía huraña, siniestra. Después,
cuando parpadeaba rápidamente, los músculos orbiculares de mi boca se estremecían
de forma desagradable y, cuando estaba cansado, un sudor frío rezumaba de los
poros de mi mejilla izquierda. Yo jugaba a mirar la imagen de mi habitación con
un solo ojo. A la derecha, parecía luminosa, los colores brillaban sabiamente
los unos junto a los otros. Pero la izquierda parecía una extraña caverna
verdosa, en la que los volúmenes flácidos se extendían como la piel de los
animales acuáticos. Hacia el final de la noche, el sentido de los libros se
evaporaba completamente y yo no veía sobre mis brazos sino sus páginas porosas,
sus signos cabalísticos y su perfume de papel polvoroso, el más excitante de
los perfumes de la tierra. Mis dos hemisferios cerebrales se contraían de
placer en su escroto de hueso. Medio dormido, espiaba los libros con una pasión
de voyerista, algunas veces doblaba la punta de una página para examinar el
grano de su textura vellosa, ensanchaba una herida descamada sobre la
cobertura, seguía una media hora el correteo, sobre la planicie inmensa de la
página, de un insecto que vivía allí, en El
doble de Dostoievski o en La física
para todos. Minúscula, el cuerpo redondo, la bestiecilla llevaba una mancha
negra sobre sus patas trasparentes. Debía concentrarme para distinguir sus
antenas, trasparentes también, y que se agitaban sin cesar. Recorría
pacientemente los montes y las hondonadas del papel de mala calidad, se
enterraba entre las hojas, luego volvía a salir a la luz amarilla sin prestarle
la menor atención a los procesos físicos complicados de Goliadkine, o a las
letras negras, más gruesas que ella, que los codificaban. Unos garfios
microscópicos pero fuertes la anclaban a su libro, ese universo donde había
nacido, y por más que yo soplaba con todas mis fuerzas, no lograba ahuyentarla.
Se detenía un instante a penas para afrontar el tornado, pegaba su abdomen
sobre el campo abollado de la página, después de lo cual emprendía de nuevo un
paso igual y tranquilo. Nadie podría arrancarla de su patria, donde se había
vestido como imago y donde moriría, para transformarse en pelusa minúscula
desechada a ras de una página. Roía sin duda, de un tiempo a otro, ínfimas
parcelas blancas o negras de la fibra de celulosa. Plantaba su taladro sobre el
punto de la i de Goliadkine y depositaba allí los tubos que contenían cada uno
un embrión. Ignoraba que su mundo significaba alguna cosa, que podía ser leído
–ella lo habitaba y eso era suficiente. Habría podido tener por dios a
Goliadkine, o a mí, cuyo ojo inmenso como un millar de soles se le aproximaba,
pero sus ganglios nerviosos no la mantenían viva sino con gran esfuerzo. Yo era
un dios que no la había creado ni podía darle salud, un dios jamás conocido e
indescifrable.
Y, con frecuencia, yo me sentía
observado a mi turno. Aterrado, saltaba y me aproximaba a la ventana.
Contemplaba las estrellas dispersas sobre la ciudad. Alguien, en las
profundidades de otra noche, tenía mi mundo entre sus manos y se divertía
siguiendo mi correteo sobre rutas tortuosas. Soplaba la soledad y la desdicha,
lenguas de fuego negro brotando de su boca, pero yo me aferraba a la vida
derramando mis vísceras viscosas sobre la página. ¿En qué libro me encontraba
yo? ¿Y qué cerebro debería poseer para comprenderlo? Y, si lo hubiera
comprendido, ¿no habría tenido yo que estar decidido a constatar que vivía en
un opúsculo licencioso o en un anuario o en un libro para colorear? ¿O en una
abyecta carta anónima? ¿O en un rollo de papel higiénico?
Cerraba el libro sobre el ser
minúsculo que, sin embargo, me asemejaba perfectamente, el cuerpo lleno de
órganos como el mío, células en las que el protoplasma registraba el mismo
millar de maniobras químicas por segundo, y apagaba la luz en el minuto preciso
en el que el alba comenzaba a aclarar mi ventana. Me acurrucaba sobre la sábana
y cubría con ella mi cabeza, no dejaba sino una brecha estrecha para respirar.
Así dormía mi madre, momificada en actitud fetal, y así dormía yo también desde
entonces. Pero cada vez tenía más miedo de dormirme. ¿A dónde iría mi ser a
errar durante tantas horas? Llegaría tal vez a lugares de los que no podría
regresar, o de donde volvería transformado en un monstruo horrible. La solución
de continuidad de mi yo provocaba un apretujamiento ácido de mi plexo solar.
Juzgaba intolerable disolverme, noche tras noche, en una jungla aterradora,
presente en mí, pero que no era yo. ¿En qué me convertiría si, a fuerza de
descender y descender en las catacumbas del imaginario, perforaba las
profundidades y encontraba atroces ídolos maculados de sangre y de esperma, los
ídolos de los arquetipos, del instinto del hambre y de la sed, del reflejo
vomitivo? Y si perforaba de la misma forma esta zona, ¿no me hundiría yo en lo
somático, enrollado sobre los riñones y las vértebras, sofocado por las células
que hacen brotar los pelos y las uñas, asaltado ligeramente por el
peristaltismo de los intestinos? Cualquier cosa podía pasar, el mecanismo del
despertar podía trancarse, como aquella mañana de primavera en que abrí los
ojos en mi habitación inundada por el sol, listo y dispuesto, antes de darme
cuenta de que no era capaz de moverme. Totalmente paralizado. Traté de
levantarme, pero me pasaba lo mismo que cuando le ordenaba a mis dedos que se
movieran. No sabía, ya no sabía, como hacerlo.
El mundo se había reducido a algunos pliegues de mi sábana, a un trozo de
tejido impreso y a un reflejo del espejo. Todo duró aproximadamente un minuto,
después de lo cual, ignoro cómo y en qué preciso momento, la rebelión
hipnagógica cesó y retomé posesión de mi cuerpo.