martes, 29 de octubre de 2013

Orbitor (cegador) Mircea Cărtărescu



Después de aquellas tardes, que se convertían en el oxígeno de mi vida solitaria y frustrada, después de mis paseos de topo por el continuum realidad-alucinación-sueño, como a través de un triple reino inextricable, me ponía a leer en la cama y pasaba casi toda la noche leyendo al azar uno u otro de los libros apilados en el suelo, contra el baúl. Llegaron en el momento oportuno, misteriosamente, se dirían las piezas de una imagen-rompecabezas, clara y sin embargo incomprensible, incompleta, una especie de superlibro aparecido en la frontera entre los libros y mi espíritu. Mi lectura era profunda como la noche, el silencio silbaba todavía más fuerte, a veces un insecto daba vueltas zumbando bajo la lámpara y terminaba quemado por la bombilla sobrecalentada. Yo parpadeaba cada vez con más frecuencia, muy rápido con el párpado derecho, un poco pesadamente con el párpado izquierdo. Me acordaba de las noches cuando debía cerrarme un párpado con los dedos para lograr dormirme. De los días en los que no podía reírme sino con la mitad del rostro, mientras que la otra mitad permanecía huraña, siniestra. Después, cuando parpadeaba rápidamente, los músculos orbiculares de mi boca se estremecían de forma desagradable y, cuando estaba cansado, un sudor frío rezumaba de los poros de mi mejilla izquierda. Yo jugaba a mirar la imagen de mi habitación con un solo ojo. A la derecha, parecía luminosa, los colores brillaban sabiamente los unos junto a los otros. Pero la izquierda parecía una extraña caverna verdosa, en la que los volúmenes flácidos se extendían como la piel de los animales acuáticos. Hacia el final de la noche, el sentido de los libros se evaporaba completamente y yo no veía sobre mis brazos sino sus páginas porosas, sus signos cabalísticos y su perfume de papel polvoroso, el más excitante de los perfumes de la tierra. Mis dos hemisferios cerebrales se contraían de placer en su escroto de hueso. Medio dormido, espiaba los libros con una pasión de voyerista, algunas veces doblaba la punta de una página para examinar el grano de su textura vellosa, ensanchaba una herida descamada sobre la cobertura, seguía una media hora el correteo, sobre la planicie inmensa de la página, de un insecto que vivía allí, en El doble de Dostoievski o en La física para todos. Minúscula, el cuerpo redondo, la bestiecilla llevaba una mancha negra sobre sus patas trasparentes. Debía concentrarme para distinguir sus antenas, trasparentes también, y que se agitaban sin cesar. Recorría pacientemente los montes y las hondonadas del papel de mala calidad, se enterraba entre las hojas, luego volvía a salir a la luz amarilla sin prestarle la menor atención a los procesos físicos complicados de Goliadkine, o a las letras negras, más gruesas que ella, que los codificaban. Unos garfios microscópicos pero fuertes la anclaban a su libro, ese universo donde había nacido, y por más que yo soplaba con todas mis fuerzas, no lograba ahuyentarla. Se detenía un instante a penas para afrontar el tornado, pegaba su abdomen sobre el campo abollado de la página, después de lo cual emprendía de nuevo un paso igual y tranquilo. Nadie podría arrancarla de su patria, donde se había vestido como imago y donde moriría, para transformarse en pelusa minúscula desechada a ras de una página. Roía sin duda, de un tiempo a otro, ínfimas parcelas blancas o negras de la fibra de celulosa. Plantaba su taladro sobre el punto de la i de Goliadkine y depositaba allí los tubos que contenían cada uno un embrión. Ignoraba que su mundo significaba alguna cosa, que podía ser leído –ella lo habitaba y eso era suficiente. Habría podido tener por dios a Goliadkine, o a mí, cuyo ojo inmenso como un millar de soles se le aproximaba, pero sus ganglios nerviosos no la mantenían viva sino con gran esfuerzo. Yo era un dios que no la había creado ni podía darle salud, un dios jamás conocido e indescifrable.

Y, con frecuencia, yo me sentía observado a mi turno. Aterrado, saltaba y me aproximaba a la ventana. Contemplaba las estrellas dispersas sobre la ciudad. Alguien, en las profundidades de otra noche, tenía mi mundo entre sus manos y se divertía siguiendo mi correteo sobre rutas tortuosas. Soplaba la soledad y la desdicha, lenguas de fuego negro brotando de su boca, pero yo me aferraba a la vida derramando mis vísceras viscosas sobre la página. ¿En qué libro me encontraba yo? ¿Y qué cerebro debería poseer para comprenderlo? Y, si lo hubiera comprendido, ¿no habría tenido yo que estar decidido a constatar que vivía en un opúsculo licencioso o en un anuario o en un libro para colorear? ¿O en una abyecta carta anónima? ¿O en un rollo de papel higiénico?


Cerraba el libro sobre el ser minúsculo que, sin embargo, me asemejaba perfectamente, el cuerpo lleno de órganos como el mío, células en las que el protoplasma registraba el mismo millar de maniobras químicas por segundo, y apagaba la luz en el minuto preciso en el que el alba comenzaba a aclarar mi ventana. Me acurrucaba sobre la sábana y cubría con ella mi cabeza, no dejaba sino una brecha estrecha para respirar. Así dormía mi madre, momificada en actitud fetal, y así dormía yo también desde entonces. Pero cada vez tenía más miedo de dormirme. ¿A dónde iría mi ser a errar durante tantas horas? Llegaría tal vez a lugares de los que no podría regresar, o de donde volvería transformado en un monstruo horrible. La solución de continuidad de mi yo provocaba un apretujamiento ácido de mi plexo solar. Juzgaba intolerable disolverme, noche tras noche, en una jungla aterradora, presente en mí, pero que no era yo. ¿En qué me convertiría si, a fuerza de descender y descender en las catacumbas del imaginario, perforaba las profundidades y encontraba atroces ídolos maculados de sangre y de esperma, los ídolos de los arquetipos, del instinto del hambre y de la sed, del reflejo vomitivo? Y si perforaba de la misma forma esta zona, ¿no me hundiría yo en lo somático, enrollado sobre los riñones y las vértebras, sofocado por las células que hacen brotar los pelos y las uñas, asaltado ligeramente por el peristaltismo de los intestinos? Cualquier cosa podía pasar, el mecanismo del despertar podía trancarse, como aquella mañana de primavera en que abrí los ojos en mi habitación inundada por el sol, listo y dispuesto, antes de darme cuenta de que no era capaz de moverme. Totalmente paralizado. Traté de levantarme, pero me pasaba lo mismo que cuando le ordenaba a mis dedos que se movieran. No sabía, ya no sabía, como hacerlo. El mundo se había reducido a algunos pliegues de mi sábana, a un trozo de tejido impreso y a un reflejo del espejo. Todo duró aproximadamente un minuto, después de lo cual, ignoro cómo y en qué preciso momento, la rebelión hipnagógica cesó y retomé posesión de mi cuerpo.        

miércoles, 9 de octubre de 2013

Las nubes...

Una vez, un día cualquiera, ahora hacía ya más de setenta años, un fotógrafo, que se encontraba en Sylt o en alguna de las islas alemanas en el estuario del mar del Norte, se había fijado de entre todo lo circundante en ese único detalle: una huella que había creado el viento, el mar que había llenado los estrechos surcos insignificantes de esa huella y después se había vuelto a retirar. la férrea luz de ese día había intensificado el acontecimiento mínimo que se repetía una y otra vez, el fotógrafo lo había visto, lo había recogido y conservado. Era la técnica de aquellos días lo que hacía que la foto se quedara anticuada y agudizara la contradicción: lo atemporal continuaba siéndolo y, a la vez, quedaba marcado en el tiempo como algo de los años veinte. Lo mismo había ocurrido con las formaciones de nubes de Stieglitz. Lo que iba flotando por el cielo era esa única nube que ya nunca se detendría y que había pasado despacio atravesando el paisaje como un globo dirigible ingrávido, una nube que habían visto personas que ya no existían. Pero, a través de la foto, esa nube se había convertido en todas las nubes, en las anónimas formas de agua que siempre han estado allí, que estaban allí antes de que hubiera personas, que habían anidado en poemas y refranes, cuerpos celestes fugaces que casi siempre percibimos sin verlos hasta que llega un fotógrafo que otorga al más efímero de todos los fenómenos una durabilidad paradójica, obligándote a reflexionar sobre el hecho de que es inconcebible un mundo sin nubes, y que cada nube, cuando sea o donde sea, representa todas las nubes que nunca hemos visto y que nunca veremos. Pensamientos inútiles que, no obstante, él debía pensar porque esas fotos y lo que con ellas se perseguía tenían que ver con aquello  a lo que él mismo aspiraba: la conservación de las cosas que nadie considera que deban ser conservadas porque estaba claro que siempre habían existido. Pero precisamente de eso se trataba ahora: una vez el viento y el mar habían formado esas huellas acanaladas prosiguiéndose una a otro, no habían sido inventadas por un artista, habían sido reales en el tiempo y en el espacio y, ahora, tantos años después, esa huella o esa nube estaba sobre la mesa ante ti, habías quitado con cuidado el papel de seda protector que descansaba sobre su marco y lo que ahora se veía allí, recortado en ese cuadro de cartón, era un instante en el tiempo real, anónimo y, sin embargo, determinado, una victoria indescriptible sobre la transitoriedad. Ninguna nube inventada de los cuadros de Tiépolo, Ruysdael o Turner podría competir con ella...éstos representaban sólo otras nubes reales que nunca se habían dejado atrapar por nadie. 

Cees Noteboom

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Hace poco, desde un avión que cruzaba el atlántico, fotografié las nubes que formaban una inmensa llanura, irregular y tupida, que se perdía hacia el infinito, y mientras las observaba, pensé que ese paisaje sólo era posible desde que el ser humano inventó los medios aéreos. Es decir, siempre ha habido nubes, siempre han estado allí, pero sólo desde hace poco más de un siglo podemos remontarlas y verlas desde arriba, e incluso fotografíarlas... Y recordé esa vieja polémica de los semiólogos acerca de si existen espectáculos naturales o todo espectáculo es ya un artificio, incluso un paisaje, pues quien nos lo enseña ya está dirigiendo nuestra atención, o si somos nosotros mismos los que reparamos en tal porción de la naturaleza para definirla como bella, o inquietante, o suntuosa, ya estamos revistiendo un fragmento del mundo de nuestra propia intencionalidad... Y ese mundo irreal que se extiende bajo las alas de los aviones, ese universo increíble, tan parecido a veces a un mundo humano o animal, tan cercano en su monocromía a un desierto, un bosque, una ciudad, ese mundo gaseoso que ponen las nubes ante nosotros, se me hizo sólo posible por el artificio humano... Pues esas llanuras de blanco estado gaseoso, tan solitarias como parecían desde la pequeña exclusa del avión, estaban ya habitadas, ya plenas y saturadas de mi propia mirada. 

domingo, 6 de octubre de 2013

La inalterabilidad del mundo

Lo que le importaba a él era algo que no se podía expresar con palabras, desde luego no a otros, algo que él llamaba la inalterabilidad del mundo, que suponía la desaparición de los recuerdos sin dejar huella. Lo enigmático era que se le engañaba siempre. Parecía que nunca se había matado, asesinado y exterminado tanto como en este siglo. Tampoco hacía falta hablar sobre el tema, porque todo el mundo lo sabía ya. Quizá lo peor no fueran los atentados, los tiros en la nuca, las violaciones y decapitaciones, las masacres de decenas de miles de personas; lo peor era el olvido que empezaba casi inmediatamente después, el orden del día. Era como si ya no le importara a una población de siete mil millones, como si -y eso era lo que a él más le preocupaba- la especie pudiera existir realmente ya sin nombres y sólo persiguiera la mera supervivencia como especie. Una mujer que en Madrid pasara en el instante en que explotaba la bomba, los siete trapenses en Argel cuyas gargantas habían sido cortadas, los veinte muchachos en Colombia que habían sido fusilados ante los ojos de sus padres, los machetes que en cinco minutos de orgiástica violencia habían troceado un tren entero de trabajadores que se desplazaban desde sus ciudades dormitorio a Johannesburgo, los doscientos pasajeros del avión que había estallado sobre el mar por una bomba, los dos mil o tres mil o seis mil chicos y hombres que habían sido asesinados en Srebrenica, los cientos de miles de mujeres y niños en Ruanda, Burundi, Liberia y Angola: un momento, un día, una semana eran noticia, durante algunos segundos corrían por todos los cables del mundo, pero lo negro no comenzaba hasta después, la oscuridad de un olvido que borraba todo y que seguiría aumentando siempre. Esos muertos ya no tendrían nombre, serían barridos en el vacío del mal, cada uno en el instante particular de su terrible muerte.

Cees Nooteboom
El día de todas las almas