Aprender era un placer intenso.
Aprender equivalía a nacer. Se tenga la edad que se tenga, el cuerpo
experimenta entonces una especie de expansión.
De repente la sangre fluye mejor
en el cerebro, detrás de los ojos, en las yemas de los dedos, en la parte
superior del torso, en la parte baja del vientre, en todas partes.
El universo
se dilata: de pronto se abre una puerta donde no había puerta alguna y el
cuerpo se abre con esa misma puerta.
El cuerpo antiguo se convierte en otro
cuerpo. Un país desconocido se extiende o avanza a toda velocidad y crecemos
con lo que crece. Todo lo conocido cobra un nuevo sentido, atrae una nueva luz,
y todo lo que hemos abandonado regresa de repente a la nueva tierra con un
nuevo relieve todavía inexpresable, porque no era posible preverlo.
Esta metamorfosis
se describe en todos los héroes de todos los cuentos antiguos, y quizá sea eso
lo que suscita cada tres o cuatro noches la irresistible atracción que la
lectura de uno de esos pequeños mitos tiene para mí: tanto en la lectura del
cuento como en el propio cuento se liberan ciertas fuerzas. Unas pocas palabras
susurradas por hadas o animales se convierten en poderosos gestos o miradas semánticos.
Esas palabras casi se convierten en manos que inventan realmente a su presa,
inventando a su vez una aprehensión completamente nueva: un bastón, un arco, un
lazo, un ladrillo, una fronda, una barca, un caballo.
Las nuevas armas,
inventando sus nuevas presas, engendran nuevas astucias, dan lugar a nuevos
cazadores.
Desafíos que no conciernen a nadie se descubren de pronto en el azar
de una consecuencia que no habíamos buscado. Eso es aprender. Caen las barreras
y, al caer, desaparecen las distancias. Eso es aprender. La oscuridad del
bosque se desvanece. Aumenta el recorrido del viaje.
No hay que enseñar a quien
no siente alegría al aprender.
Apasionarse por lo que es otro, amar, aprender,
es lo mismo.
Pascal Quignard
Vida Secreta